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sábado, 2 de abril de 2011

Un Mensaje Difícil.

Era viernes por la tarde y yo regresaba de mi jornada de trabajo, que, normalmente, suele traerme cierta alegría al saber que el fin de semana está a la vuelta. Algunas veces he pensado que el viernes por la noche es uno de los momentos más felices para las personas (incluido yo) por una linda razón: es el momento de la semana más cercano al descanso, y más lejano del lunes; es decir, es el momento de equilibrio perfecto. Mi plan para esta noche: jugar playstation hasta que los ojos se me cerraran solos (un pequeño placer personal que no puedo darme muy seguido, y que esta vez, no sería la excepción).
Venía camino a casa en el camión colectivo que recorre la infinidad del Periférico, leyendo “La sombra del viento”, de Ruiz Zafón; sonó mi teléfono. Era mi madre y me traía una noticia complicada. Colgué el teléfono. De momento cerré los ojos un par de segundos y sentí un vacio en la boca del estómago, cerré el libro que aun permanecía abierto en mi mano izquierda, y suspiré.
En mi cortísima trayectoria como predicador puedo decir que había hablado casi de cualquier cosa, había tocado temas prácticos que, en apariencia, son pocas veces mostrados en un culto, razón que me ha ayudado a perder el miedo a la respuesta del auditorio. Pero esta vez era distinto.
Comencé a pensar, a meditar, a orar. Recorría mi biblia del Génesis al Apocalipsis, pasando y deteniéndome por momentos en las Cartas Paulinas, encontrando destellos de lo que pudiera ser el elemento central del mensaje que debía dar esa noche. Hasta entonces, me enfrentaba a un reto complicadísimo; consideraba aquel tema como uno de los más difíciles, por el momento que atravesarían las personas que iban a escucharme, por la situación que debía tocar, y porque para algunas personas resulta totalmente de mal gusto el hecho de hablar lo que la biblia dice al respecto.

Confieso francamente que tenía un poco de temor. No sabía qué iba a decir, o al menos, que debía decir. Bajé del camión y caminé hacia mi casa. En ese trayecto pensé qué debía hacer. Existe algo que me ha caracterizado siempre: la adicción a los retos. Lo que entonces estaba pasando era un reto nuevo, por lo que al llegar a mi casa y ver a mi madre le pude decir con toda convicción: “yo lo preparo, déjamelo a mí. Entré a mi casa y abrí mi computadora. Traté de buscar alguna referencia que fuera el parteaguas para mi mensaje pero fue inútil, perdí casi una hora y tenía el tiempo encima: debía preparar un tema sobre una situación por de más difícil, para un auditorio 80% no creyente, y solo tenía media hora. Naturalmente, hice lo que se debe hacer en estos casos, y que lo mejor sería hacerlo en todos los casos: doblar las rodillas y preguntarle al Jefe qué hacer. Oré a Dios y al abrir mi biblia me encontré con Filipenses 3:20:

Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; (21) el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas.”

Vualá, tenía mi punto de partida. Una lección más a mi haber, de la cual tomé nota: “Recurrir primero a Dios; posteriormente, recurrir a lo que Dios mismo indique. Bastaron unos minutos para que las ideas comenzaran a llegar a mi cabeza, el speech se formulaba poco a poco en mi cerebro, el tema se estructuraba en mi mente como un rompecabezas que tomaba forma palmo a palmo.

Llegó la hora. Entré junto con mi gente a la casa que guardaba el luto. El ataud con nuestro Hermano en la Fe yacía en el centro de lo que días atrás fue su habittación. La imagen sepulcral del lugar hacía temblar la piel al observar el llanto de los asistentes a la ceremonia fúnebre; un fuerte olor a muerte penetraba incluso las paredes, y movía los sentimientos hasta del más fuerte. Nos adentramos en la habitación. Mi Madre, valiente, se adelantó rompiendo el silencio del lugar, al hacer una oración a fuerte voz. Aparentemente un pequeño grupo de personas comenzó a juntarse a su alrededor, escuchando con silencio y respeto algunos, otros acompañándola en ruego. Terminó mi madre diciendo: “a continuación escucharemos un mensaje”. Ahí estaba yo: con la firmeza de rostro que me caracteriza al pararme frente al púlpito, la posición erguida y la convicción de quien se para a ejecutar un tiro penal, de quien toma el balón y puede decir: “yo lo hago”. Conforme salían de mi boca palabras, aquella escena obscura y funesta se convertía en un lugar de gozo y paz; al escuchar entre la gente cada vez más “amén” tomaba la confianza de continuar, incluso de sonreir un poco. Terminé un breve mensaje de aproximadamente veinte minutos y pude ver la satisfacción en las caras de mis oyentes. Terminamos el servicio con alabanzas y cantos alegres: lo que en teoría debe ser una ceremonia seria y llena de tristeza, terminó siendo una total fiesta.

Quizás algunas personas consideraron inapropiado lo que hicimos, tal vez piensen que fue una falta de respeto. Pero en definitiva, cuando un Siervo de Dios muere, automáticamente pasa a la Presencia de Dios; y eso, es absolutamente un motivo de mucho gozo, no de tristeza. Nuestro Hermano Manuel Flores hoy se encuentra en un lugar que es mucho mejor de lo que hoy vivimos ¿Pobre Manuel? No. Pobres nosotros, por tener que continuar la carrera que, dignamente, Él hoy ha terminado.

Hno. Manuel Flores: Descanse en Paz (y seguro que hoy lo está haciendo).


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